2 ago. 2006

La Gastronomia no es puro cuento III (por Karina Pugh Cocinera y amiga)


El azúcar y la sal




PARA RAIZA Y SU PASIÓN, EN LOS 60S






La vida es el arte del encuentro, Facundo Cabral .























Mi bisabuela era puta, o al menos eso pensamos luego de atar los cabos que ella misma soltó durante su excéntrica existencia. Mi tío dice que recuerda haberla oído decir “Mientras el español dormía de un lado yo dormía del otro” y ese español tenía un burdel conocidísimo en Maturín, donde fue a caer mi bisabuela luego de abandonar a su marido por golpeador y bruto, dejándole sus dos hijas recién nacidas y su hacienda de café en Trujillo.

También supimos que después de eso, trabajaba en un hotel en Caracas bordando sábanas y limpiando cuartos, trabajaba como una mula, y al final del año, con sus ahorros, se alojaba una semana para darse la gran vida en el mismo hotel y se gastaba hasta el último centavo comiendo de lo lindo y haciéndose servir por sus compañeras.

Pero mi bisabuela no era ni puta ni bordadora de vocación, su verdadero talento estaba en el azúcar. Hacía dulces celestiales, turrones inéditos, merengues etéreos, almíbares diáfanos, galletas estrepitosas, y tortas mullidas como almohadones, era una viciosa de la piña, a la cual le daba usos inverosímiles, como la “infusión de piña para curar el despecho” o el “papel de hojas de piña” o las “gárgaras de jugo de piña para borrar las malas palabras de las bocas infantiles”. Pero su acto de hechicería, su mayor acierto, era la torta de piña, un milagro hecho con un almíbar y rodajas de piña, que cubría una torta esponjosa y láctea y que ella hacía en dimensiones enormes porque sabía que el aroma que salía de su cocina atraía hasta a los desconocidos y convertía a personas decentísimas en desvergonzados imprudentes, que tocaban las ventanas para pedir.

Luego de ganarse el pan con múltiples oficios, decidió que le pagaran por lo que a ella le gustaba tanto hacer, un buen día abrió las puertas de su casa de par en par y vendió sus prodigios melosos a conocidos y extraños que abarrotaban la estrecha puerta rogando que le vendieran un quesillo.

Por esos días, mi abuela la conoció, y al verla se quedó perpleja, con los cachetes rojos y los ojos pintados de negro, la mujer parecía una loca en delantal, mi abuela se presentó “soy su hija, soy la hija de Pedro Martínez” a lo cual ella respondió con naturalidad pasmosa “ven, siéntate y me cuentas tu vida mientras te comes esta torta de pan”.

Mi abuela solo reforzó su animadversión genética, le pareció que su afición por el dulce era vulgar, tanto como sus vestidos que dejaban traslucir su figura esbelta y su voz ronca de tanto cantar boleros, porque también fue cantante.

Mi bisabuela murió sola, como sola había vivido, lo supieron cuando el lunes no abrió su puerta de par en par para vender papitas de leche y aliados, los niños dijeron que luego de meterse por la ventana, vieron a mi bisabuela en su hamaca, con los ojos abiertos y una foto de un hombre que nadie pudo reconocer en su pecho.

Lo que llaman el destino, que es realmente la vocación, llevó a mi abuela a abrir un restaurante, mi abuela, sobria y justa, tremendamente incrédula y con una decencia a toda prueba, se dedicó toda su vida a cocinar, pero lejos del azúcar, que le parecía prosaico y pedestre, causa de la temida diabetes y totalmente innecesaria en una dieta equilibrada. Mi abuela era un fenómeno cocinando y levantó a sus 3 hijos sirviendo sopa de gallina humeante y perfumada con hierbabuena, caraotas llenas de orégano, pollo al limón y papas horneadas, dándole de comer a quien le pagaba y a quien no por igual, cantando bajito mientras pelaba ajos y comprándose ropa bonita cada vez que un hijo se graduaba.

Mi abuela era una bendita, salvo algunas excentricidades (como treparse a los árboles de mango y comérselos guindada de la rama que ella viera más resistente) era una persona sumamente moderada, dormía poco, comía poco, pesaba poco, era afectuosa con su prole, amaba la música y juró que jamás golpearía a un hijo suyo, luego de una paliza que le dio su papá a los 8 años y que la dejó en cama por 3 días.

Jamás cocinó con azúcar, no solo por que le recordaba a su mamá, sino porque le parecía de mal gusto, en cambio, se dedicó a la sal y tuvo su restaurante durante 40 años, hasta que un cáncer la hizo enmudecer y la durmió para siempre antes si quiera de que nos diéramos cuenta de que nadie, jamás, volvería a alimentarnos con tanto amor y tanta dignidad como mi abuela.

Mi papá y mis tíos jamás cocinaron, nacieron negados a los fogones, todos pensaron que era una virtud femenina hasta que yo, a los 16 años dije con toda la masculinidad de la que disponía, que iba a dejar el liceo y me iba a convertir en cocinero, un tío vio el fantasma de la bisabuela emputeciendo mi destino con caramelo y biscochos, otro, más sereno, dijo que era una crisis adolescente y que con una mujer se me pasaría, pero mi padre, que lleva la misma sangre teñida por los aromas, me dijo “está bien, serás cocinero, pero, ni cocinas con azúcar ni con sal, que ya bastantes tristezas hemos tenido”, yo entendí de inmediato y me hice panadero, ahora, a los veintitrés años, cruzo cautelosamente la frontera para hacer golfeados, y me devuelvo tímidamente para hacer pizzas, y las llevo a ambas, a la bisabuela y a la abuela, viviendo al fin juntas y reconciliadas en mi corazón.

2 comentarios:

rafael guillen dijo...

esta historia es genial!!! http://platofotografico.blogspot.com/

Tomás Fernández dijo...

Le hare llegar el comentario a Karina Gracias Rafael por el comentario